La arqueología es en esencia un ejercicio forense. Pero hay excepciones. La Chiquitanía es, sobre todo, una muestra, casi única, de arqueología viva. Acostumbrados a recorrer ruinas de civilizaciones antiguas, adivinando formas de vida y costumbres en la observancia de sus restos, lo que espera en cada apeadero de este camino de ripio que recorre el norte de la provincia de Santa Cruz es un milagro de la supervivencia. Se debe, sobre todo, al refugio que la selva boliviana ofrecía a este territorio relativamente llano, con ondulaciones suaves, escondido al lado de la frontera con Paraguay y Brasil y al lado de una extensa y bella zona pantanosa. Y fue determinante el aislamiento para que las formas de vida instauradas en las misiones o reducciones de los jesuitas haya sobrevivido hasta nuestros días. En este rincón de Bolivia, tan diferente del altiplano, las etnias de los que los españoles bautizaron como Chiquitos –un equívoco provocado por la diminuta dimensión de las puertas de las viviendas de los indios de la zona– aceptaron, no sin resistencia previa, la evangelización de los jesuitas a finales del siglo XVII. A diferencia de otras iniciativas religiosas de la conquista, los jesuitas no solo introdujeron la fe católica sino también un sistema de vida y economía que garantizaba la supervivencia de los indígenas acogidos a la protección de la obra de San Ignacio. Hasta que Carlos III de España decretó la expulsión de los jesuitas en 1767, estos consiguieron no pocas prerrogativas de la Corona para proteger y promover la vida indígena en este rincón apartado de los centros de poder de la conquista. ... Leer más